Vivencias y conflictos de una familia “decente y de lo más sano de la población” durante la histórica jornada.
Ese 25 de mayo Mariquita regaba sus azaleas en el patio colonial de su casa. Desde temprano escuchaba sonar tambores y algunos disparos al aire, que la hacían estremecer.
Presentía cosas. Las aguas no estaban calmas. El estallido de pasiones tan opuestas en los últimos tiempos le hacía temer un cruento desenlace.
Se sentía partida al medio. Casi a diario los almuerzos familiares terminaban con un soliloquio agrio y violento de su padre que golpeaba la mesa con el puño, repitiendo: ¡subversivos, eso es lo que son, subversivos!. Y Mariquita temblaba pensando en Ignacio, su secreto enamorado, que siendo un joven oficial del Regimiento de Patricios era proclive a la “Revolución”, como él decía. Seguramente estaba en el bando de los odiados subversivos a los que se refería su padre.
Mientras intentaba discernir en esta maraña de sentimientos encontrados, llegó Candelaria, su criada y compinche en los secretos. Cande traía noticias de la plaza. No había podido todavía vender sus pastelitos porque “todo era un lío, unos gritaban ¡abajo el virrey!, otros contestaban desde el Cabildo ¡que mueran ahorcados los subversivos!.
Desde los cuarteles tocaban los tambores y unos jóvenes muy vestidos a la moda dijeron en medio de la plaza ¡que salgan los Patricios de los cuarteles!, ¡que defiendan la Patria como cuando nos invadieron los ingleses!”. Candela contaba todo esto con tanta expresividad y dramatismo que a Mariquita le pareció haber estado ella misma.
“Vamos niña a la plaza”, la invitó Cande. Pero Mariquita no se animaba, su padre le había prohibido salir de su casa.
Don Pedro era un importante comerciante e importador español, beneficiario del monopolio y leal súbdito de la corona. “Mariquita, no se te ocurra salir siquiera a misa, que unos desaforados están conformando una revolución y quieren sacar del gobierno al virrey -le había ordenado Don Pedro-, ¡tamaña desvergüenza!, ¿qué futuro tendremos si ya no se respeta la autoridad del rey!”.
“Pero padre – le había contestado Mariquita- si el rey no está en España, está preso en Francia. Y la Junta Central de Sevilla ha caído”. Furioso don Pedro, casi se le abalanzó encima “le prohíbo a usted que opine de lo que no sabe, deje la política para los hombres. Esos delirantes doctorzuelos van a arruinar nuestro comercio con España. ¡Subversivos, es lo que son!”.
Candelaria le tironeo el vestido y la hizo volver de sus recuerdos, “Vamos niña, diremos que fuimos a la iglesia”, “Si mi padre se entera, me envía con las monjas, Cande” –respondió Mariquita desconcertada e indecisa.
En ese momento se abrió la puerta de calle y entró don Pedro, robusto y con su prominente panza, acompañado de un hombre alto, de mirada acerada y una enorme boca de sonrisa inclinada, que dejaba ver sus dientes amarillentos.
“Mariquita, hija, aquí te traigo a mister Thompson, te va a mostrar unas telas de bellísima trama y de gran calidad, elige las que quieras. Y dirigiéndose al mister se excusó: “estoy apurado, tengo una reunión muy importante, pase luego por la tienda para cerrar nuestro negocio, lo espero”.
“valla don Pedro, que los acontecimientos así lo ameritan, ya habrá tiempo para los negocios”.
Mister Thompson contestó con su acento extranjero y esa sonrisa burlona que no se le iba del rostro. “Mariquita- gritó don Pedro con un pie en el umbral de la puerta- recuerda lo que te dije, no salgas de la casa”.
El inglés abrió una valija de cuero argentino fabricada en Inglaterra y sobre una mesa de patio desplegó varios cortes de telas. “Señorita Mariquita, mire qué sedas, qué paños y qué diseños!. Nuestras manufacturas no tienen competencia.
Mariquita parecía maravillada y ya estaba acariciando la delicadeza de las telas cuando se escuchó un cañonazo y algunos disparos al aire.
Candela, que estaba observando todo desde un rincón del patio, comenzó a murmurar por lo bajo: “esta niña es incorregible, ya se deslumbró con los trapos del pirata inglés”.
Mariquita reaccionó con los estruendos y el murmullo de Candelaria y se justificó “mister Thompson, le ruego que vuelva otro día, hoy no me siento de buen ánimo para elegir “no se preocupe Mariquita, que tiempo es lo que me sobra en esta aldea. Vuelvo la semana entrante”. Y guardando sus tesoros en la valija, retrocedió hasta la puerta de calle reverenciándose con esa sonrisa oblicua por donde se asomó un destello de oro.
Una vez solas, Candela volvió a insistir, “niña, cualquier cosa diremos que tenía urgencia en confesarse, ¿es que no piensa en su Ignacio?”. Esa era la frase que Mariquita necesita escuchar para darse ánimo y proceder como toda hija que se precie: desobedeciendo a su padre.
La plaza del fuerte era un hervidero de gente, criollos orilleros, criollos de ciudad, negros, mulatos, señoritas, criadas, vendedores ambulantes se paseaban entre los charcos con barro y los perros callejeros. Algunos soldados patricios hacían formaciones espontáneas y marchaban de un lado a otro de la plaza. De repente Candelaria ve a su enamorado y grita “¡Juan!”. Se acerca un moreno con uniforme de soldado y ella lo reta furiosa “¿de ande sacó ese uniforme?”. Juan se inclina en señal de saludo “¿cómo están señoritas?”, luego mira a Candela haciendo pucheros “no se enoje mi chinita, me he incorporao al ejército patrio. Soy ayudante de armas” dice orgulloso.
Candelaria se estremece y le grita “¡usté está loco!”.
Mariquita interrumpe para evitar la disputa pero ansiosa por obtener información, “Juan, cuénte lo que está pasando”.
“Está todo alborotao desde tempranito. En el cabildo hay riunión de dotores, aquí en la plaza muchos gritan ¡abajo el virrey!. En el cuartel los criollos cuentan que el 23 de mayo, entre gallos y medianoche, pusieron al virrey en la nueva junta de gobierno” –relata Juan haciendo muecas y ademanes exagerados.
“Juan, ¿qué quiere decir entre gallos y medianoche?” pregunta Mariquita.
“y…parece que en el cabildo del 22 se había decidido una junta sin el virrey y el 24 a la mañana apareció su nombre dentro de la lista. Todo fue una patraña. Por eso los criollos están que arden”.
Candela se tapa la cara y con un tono tragedioso le dice “¡lo van a matar Juan!”.
“La boca se le haga a un lao, chinita. ¿Qué, ya no se acuerda cuando se subió a la azotea a tirar
piedras y agua caliente hace unos pocos años?, ¡y usté también señorita!”, les recuerda Juan aleccionándolas.
Mariquita acusa recibo y le contesta compungida “ay, Juan, pero antes se trataba de los invasores ingleses y ahora son españoles, como mis padres”.
Juan se siente orgulloso por el papel que le toca jugar frente a las dos mujeres y con aires de consejero, responde “yo no pido que corra sangre, señorita, pero va a tener que elegir: usted es criolla -y poniendo voz de pícaro, agrega – y su amorcito también…ahhh, sí, yo sé…”.
Candelaria se indigna, “¡cállese alcahuete!, no se meta en lo que no le importa”, amaga pegarle y él se escapa despidiéndose, “las tengo que dejar señoras, cuídense”.
De pronto una formación de Patricios con un oficial al mando se acerca al cabildo y Mariquita reconoce a su Ignacio. “¡Mirá, Cande, es Ignacio!”.
Ya en las puertas del cabildo, el oficial grita para que todos escuchen:
“¡Exigimos se respete la decisión de la mayoría, no queremos al virrey en la Junta de Gobierno!”. Se escuchan tambores. Se asoma a uno de los balcones el síndico Leiva “¡señores, compórtense!, estamos aquí reunidos para lograr el mejor bien y felicidad de estas provincias”. Lo abuchean desde la plaza, lo insultan, piden que se oiga al pueblo. “Pamplinas, dice Leiva, ¿de qué pueblo me hablais?”, y se mete nuevamente en el cabildo.
El Joven Ignacio vuelve a gritar. “no permitiremos que se burlen del pueblo, pediremos que se abran los cuarteles”. Mientras tanto llega un petitorio con 400 firmas y varios jóvenes logran introducirse en el edificio dando golpes en las puertas…
La historia formal de ese día terminó de escribirse unas horas más tarde, cuando alguien se asomó y comunicó a aquellos presentes interesados por su destino, que “se ha conformado una junta de gobierno integrada por Saavedra como presidente y comandante de armas, por los vocales Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheu y Larrea. Siendo Moreno y Paso, los secretarios”.
Era un trámite necesario, pero no garantizaba la independencia. ¡Si lo sabremos!.
Pero escuchemos a dos hombres que venían cruzando por la plaza de ese 25 de mayo: “Hoy, mi querido Manuel, hemos ganado la primera batalla, pero vendrán muchas más, y cruentas, hasta lograr la verdadera libertad”.
“Ya lo sé, mi amigo Mariano, Yo mismo estaré al frente de unas cuantas. Algunas las ganaremos y otras las perderemos. Pero yo daré de mí todo lo que tengo, ¡y más! Por esta Patria”.
Un Relato de Laila Linares