El 16 de junio de 1955 aviones de la Marina de Guerra Nacional bombardean y ametrallan La Plaza de Mayo, La Casa Rosada y sus alrededores.

También fueron blancos de la agresión el edificio de la CGT, el Ministerio de Guerra, el Departamento de Policía, la ex quinta presidencial, ubicada entonces donde hoy se encuentra la Biblioteca Nacional y todas las calles de los alrededores. Más de 40 aviones se abalanzan sobre la ciudad para llevar a cabo desde el aire el fusilamiento bárbaro y cobarde a la población civil indefensa, sobre la casa de gobierno arrojaron 29 bombas.

El artero ataque dejo un trágico resultado entre en un trolebús incendiado, más de 300 muertos, más de 2.000 heridos y más de un centenar de mutilados.

Luego de la masacre los asesinos huyeron hacia el Uruguay. Nunca fueron juzgados, al contrario fueron premiados; como el caso de Miguel Ángel Zavala Ortiz, quien fue uno de los principales de los integrantes de los “comandos Civiles” y que durante el gobierno radical del Arturo Illia, fue nombrado Ministro de Relaciones Exteriores.

Juan Domingo Perón, que cumplía su segundo mandato, había sido electo con el 62% de la voluntad popular en las elecciones de 1952.

Pero la otra perversa intención era desatar el terror en el pueblo y castigarlo brutalmente por su adhesión al gobierno y como forma de neutralizarlo para llevar a cabo con éxito el golpe de estado, contra el gobierno constitucional, que finalmente ocurrió en setiembre de ese mismo año.

Entre los jefes y los ejecutores de la masacre, estaban quienes fueron golpistas también en 1951, 1955, 1966 y en 1976. Pero además participaron numerosos civiles, cómplices de la matanza y cuyas causas penales iniciadas a varios de ellos, naturalmente quedaron sin efecto una vez consumado el golpe.

El origen del odio

La clase dominante, un sector minoritario pero poderoso, al ver peligrar sus históricos privilegios generan en nombre de la civilización las más atroces barbaries. Desde “el viva el cáncer”, pasando por el bombardeo, arrojar personas de aviones, el secuestro de bebes o los recientes “Yegua”, son solo algunos de los indicativos de ese odio de clase. Por su oscuro origen: contrabandistas, usurpadores de las tierras de nuestro territorio y aliados de los imperios de turno, propagan ese odio visceral que destruye aún sus propios intereses.

Así también, arrastran a una parte de la clase media, que muchas veces encandilada por la posibilidad de su ascenso social, adoptan la visión de estos poderosos y reproducen la intolerancia y el desprecio hacia los sectores más relegados de la sociedad. Esa irracionalidad destructiva es la que como sociedad, debemos vencer.

Agenda del Sur /Raúl Espíndola