Escribe Jorge Altamira. El punto central del asalto a la explanada de los tres poderes en Brasilia es el papel o la responsabilidad que le ha cabido en los hechos a las Fuerzas Armadas. La convergencia de 170 ómnibus, el domingo 8, en la capital de Brasil, no solamente no fue sigilosa ni encubierta: fue anunciada con anticipación por los mismos grupos de asalto que desvalijaron y destrozaron los edificios que albergan a la Presidencia, el Congreso y el Tribunal Superior de Justicia, no hubo necesidad de que lo advirtieran los servicios de inteligencia. Antes de la asunción del nuevo gobierno, había sido detenido un individuo con una carga de explosivos suficiente para hacer volar varias manzanas.
Los acampes bolsonaristas frente a los cuarteles no se levantaron desde el 30 de octubre, cuando se celebró el segundo turno electoral. La “marcha sobre Brasilia” no fue menos numerosa que la “marcha sobre Roma”, hace cien años, que estuvo floja en números de asistentes, pero poderosa en conexiones políticas que llegaban hasta el trono. Lo mismo se puede decir de “la marcha sobre Kiev” –el golpe de la plaza Maidan que volteó el gobierno prorruso e inició la guerra que hoy se encuentra en pleno desarrollo-. El asalto a Brasilia fue llevado a cabo a la luz del día y contó, en primer lugar, con la complicidad del gobierno de ese distrito federal. Dos ministros del gobierno Lula, el de Defensa y el de Justicia, Mucio y Dino, visitaron los acampes insurrectos 48 horas antes de los atropellos, para celebrar el ejercicio democrático de las divergencias políticas.
Como destaca el diario brasileño más importante, Valor Económico, propiedad de la red Globo, la guardia presidencial y otras fuerzas del ejército que se alojan en el subsuelo de la sede del Ejecutivo se abstuvieron de cumplir con la más elemental de sus obligaciones.
De modo que el asalto para reclamar un golpe de Estado fue, él mismo, un golpe de Estado. El alto mando militar no se ha pronunciado; su omisión es otra acción golpista. Futuras investigaciones determinarán la naturaleza exacta de las responsabilidades del caso y su alcance político. Los acampes y los acosos han alcanzado a las refinerías y depósitos de petróleo, un asunto de máxima seguridad nacional, sin que las Fuerzas Armadas se hayan mosqueado hasta el momento. Es lo que viene denunciando la Federacion de Sindicatos Petroleros. La auditoría de las policías del Estado de Sao Paulo ha advertido acerca de una réplica de lo ocurrido en Brasilia y denunciado la inacción del gobernador bolsonarista, Tarcisio Freitas. Lo mismo ocurre en el Estado de Paraná, capital Curitiba. Ni Lula ni cualquier otro funcionario de gobierno ha apuntado las responsabilidades en las Fuerzas Armadas, mientras aluden a un financiamiento de los sediciosos, como si se tratara de una mafia privada.
El recambio de mandos que tuvo lugar con la asunción del nuevo gobierno fue extremadamente tenso. Las FF. AA. y en especial el Ejército no han asimilado bien la derrota del proyecto político que pusieron en pie mediante la detención de Lula y el apoyo para que Bolsonaro llegara a la presidencia. Seis mil militares acompañaron la gestión del evangélico fascista. Los mandos militares se vieron como la única representación real del Estado en el cuadro de crisis agravada de Brasil –con una deuda impagable y una miseria creciente-. El propósito de liquidar los medios universitarios e intelectuales y los mismos sindicatos no avanzó realmente, incluso si se logró imponer una reforma laboral que atomiza a la fuerza de trabajo. Los mandos militares tampoco asimilaron el cambio de frente de la burguesía, en primer lugar de Trump a Biden, y luego rescatando a Lula como último recurso frente a la crisis.
Esos mandos fracasaron con la promoción del golpe fascistoide en Bolivia y con la continuidad del gobierno macrista. Ahora asisten, con relativa impotencia, a su agente, Fernando Camacho, gobernador de Santa Cruz de la Sierra, por sedición golpista. El asalto a Brasilia va acompañado con los bloqueos territoriales en Bolivia y con la campaña de tinte golpista contra el chileno Boric, con el pretexto de un indulto que dictó en beneficio de los encarcelados por participar en la rebelión popular de octubre de 2018. El golpe contra Castillo en Perú, monitoreado por las fuerzas armadas fujimoristas, ha acentuado una crisis ya descomunal en América Latina, como se manifiesta en el gigantesco problema migratorio. La atribución de los desmanes bolsonaristas al desvarío de turbas con intereses creados es un despropósito; esta sedición, al igual que las milicias paramilitares instaladas en Río de Janeiro, tiene que ver con un replanteo en las Fuerzas Armadas, que tiene ya varios años.
La minimización política de qué ocurre, mediante el recurso de inflar su coreografía, ha servido al gobierno de Lula y a sus agentes en los sindicatos para no responder a los asaltos mediante una huelga general. El ministro de Trabajo, Marinho, ex secretario general de la CUT, y la CUT misma, han brillado por su ausencia. Convocar a las masas contra un golpe fascista es un exponente supremo de convicción democrática, pero Lula no está para ‘asustar’ a la Bolsa, que ya le pegó algunos ‘golpes de mercado’. Lo ocurrido el domingo es la culminación de operaciones similares ejecutadas en los últimos tres años. Expone el hilo conductor de una crisis profunda, que deberá avanzar como consecuencia de los grandes desequilibrios económicos. Trotsky advirtió, lúcidamente como siempre, acerca de la nula resistencia que hubo en España contra el golpe fracasado del general Sanjurjo, en 1932. Fue el clarinete del que encabezaría Franco sólo cuatro años más tarde, desatando la guerra civil.