Mario Celestino es un ex docente del Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda (Argentina) y documentalista italiano-argentino. Vivió en nuestro país hasta los años noventa, cuando decidió volverse a Italia con toda su familia. Allí desempeñó diversas actividades entre las cuales está la de camarógrafo para medios de comunicación y docunentalista. Hoy se encuentra a punto de publicar su primera novela “Partirse – Recuerdos y Regresos“. Celestino tiene entre sus obras destacadas como realizador de documentales, comprometido con su tiempo, “Budge pregunta y Seguirá preguntando”, realizado en el año 1987 y que tuvo un gran impacto en el público y en la crítica argentina de aquellos tiempos ya que aborda el asesinato por parte de la policía de tres jóvenes inocentes de un barrio popular de Ingeniero Budge, en la Provincia de Buenos Aires, siendo uno de los tantos casos de “gatillo fácil” como se denomina en Argentina la brutalidad policial, que aún llega a nuestros días.

En su novela pronta a publicarse, Nino, el protagonista que es su alter ego, narra con crudeza y sinceridad la historia familiar y la historia de lo acontecido en sus distintos mundos; su primer desapego cuando era sólo un niño que debió emigrar hacia la Argentina; los recuerdos del mundo que dejó aquí, cuando regresó a Italia para instalarse en Roma y luego en Santa Marinella, destino de su madurez. Y en el medio están sus viajes y su reencuentro con su amado pueblo Cropalati en Calabria. Sus recuerdos están invadidos de visiones dantescas donde reviven familiares y amigos que se asoman del más allá.
“Partirse – Recuerdos y Regresos” es un caleidoscopio de voces que desafían el olvido: una pierna amputada que huye hacia el pueblo calabrés de la infancia; un cerdo narrador, guardián de los ritos de una civilización rural; diálogos con la Muerte, una compañera irónica que respeta, desafía y acepta, y con la “Puritana”, conciencia inflexible del yo.
Agenda del Sur

Prólogo del autor:
Alguien escribió que en la vida hay que realizar tres acciones irrenunciables: “tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol”.
Aclaremos algo de inmediato: la complejidad y la inmensidad de la vida jamás, absolutamente jamás, podrán encerrarse en una metáfora que, por más encantadora y conmovedora que parezca, no logrará contener todos sus matices.
Este inicio me sirve para presentarles mi vida.
En mi larga y ancha existencia, he tenido dos hijos, he plantado más de un árbol y, con retraso, he escrito este libro. La sugerencia de la metáfora inicial se ha cumplido. ¿Ahora puedo dormir sueños tranquilos? No lo creo, no soy de los que se duermen fácilmente.
Volviendo al libro, empiezo por decir algunas cosas sobre su génesis y su contenido.
El COVID-19, con sus miedos, angustias e incertidumbres, revolvió nuestras vidas. Mientras la ciencia buscaba la bala salvadora, la vida seguía navegando sin brújulas ni mapas confiables. Achicado, reducido, encarcelado y con más tiempo a mi disposición, fui arrastrado por una avalancha de reflexiones y recuerdos que me pedían a gritos ser plasmados en palabras. Con un tiempo narrativo lento, introspectivo, y con la ayuda del laboratorio de la memoria, pude moverme del pasado al presente, del presente al pasado y de un tiempo a otro. El viaje lo realicé acompañado por una polifonía de voces en mi conciencia que me permitieron reflexionar: desde mi incierto presente, hasta la incertidumbre que generan los polos, vida y muerte. Una dualidad que desafío pero, al mismo tiempo, acepto. Paso de la nostalgia y el respeto por quienes ya no están, al amor por la vida; de la revalorización de los recuerdos de la infancia, a lo irrecuperable y a lo que permanecerá para siempre en nosotros. Abordo con filosofía el paso del tiempo, la pandemia, la vejez, la decadencia, la finitud. Reflexiones escritas y pensadas en dos lenguas que corresponden a las dos orillas lejanas que me protegieron cada una a su manera: Italia y Argentina. El trabajo realizado fue placentero, arduo y, sobre todo, catártico.

En la vejez, con mi mundo reducido hasta sentir que me ahogaba, me descubrí bifronte como el dios Jano, con la necesidad de ampliar el horizonte. Mirando hacia adelante, vi un muro sólido que bloqueaba mi camino. Mirando hacia atrás, en cambio, el camino de mi pasado parecía mucho más largo, y comencé a recorrerlo. Y así, rebobinando la cinta, volví a la infancia, donde todo comenzó. Hablo de su cotidianidad, de las costumbres, de la pedagogía educativa. A pesar de las carencias, viví una infancia feliz. Con el tiempo y la distancia, ese pueblito se transformó en mi Ítaca. Cuento la dolorosa partida, no deseada, hacia tierras desconocidas, con el llanto coral de los que se iban y los que se quedaban. El viaje por mar, de veintitrés días, hacia la tierra que me recibió cálidamente con los brazos abiertos. Tierra amada y deseada: Argentina. Luego llegó el primer regreso, reconfortante y reparador. Todo parecía igual. Pero con cada retorno posterior, empecé a tomar conciencia de que ese lugar, ingenuamente revalorizado, entraba en conflicto con mis sentimientos.
Cuando me establecí en Roma, tras el regreso a mi patria, cada fin de semana visité varios pueblos del Lacio en busca de uno que se pareciera lo más posible al de mi infancia.
Mientras la cuarentena se extendía, yo seguía recordando. La llegada a Argentina, empezando de cero: costumbres, cultura, idioma, afectos. Ahora, con la vejez instalada en mi cuerpo, he establecido una serena comunicación con ella, con un ojo puesto en la finitud que se acerca. Con mi compañera Luisa, recordamos nuestra larguísima y extensa vida vivida juntos. Con Pablo Neruda puedo decir: “Confieso que he vivido”. Al escribir, surgió la necesidad de desenredar el lío de mi familia de origen, nebulosa y enredada. Mi madre fue la columna vertebral: una heroína analfabeta, en ese sur de la posguerra, con la angustiosa misión de alimentar a tres mujeres, dos varoncitos —luego fallecidos— y a mí. Inexistente la presencia de un cabeza de familia en una sociedad totalmente machista.


En la narración emerge el desarraigo generado por la emigración: el deseo de recuperar personas, afectos perdidos y lugares donde viví intensamente. Le doy voz a otros personajes: la pierna gangrenada de mi madre, que se rebeló contra ser desechada como residuo hospitalario y decidió escapar y volver al pueblo donde había vivido. La voz de un cerdo que expresaba su dolor al ser cruelmente sacrificado en esa cultura campesina y muy atrasada. La Bacchettona es otro personaje presente en toda la novela. Una voz que me conoce profundamente. ¿Y cómo me conoce tan bien? Cualquier cosa que piense, diga o haga, pasa inevitablemente por su riguroso juicio. Un apartado especial lo dedico a los años oscuros del país que me acogió. El capítulo se titula El silencio de las voces y cuenta cómo, en mi amada Argentina, durante largos años, miles de desaparecidos fueron tragados por la oscuridad. Miles y miles de personas que aspiraban a un mundo mejor, pero que fueron arrancadas, junto con sus sueños y sus rebeldías. Y los sobrevivientes, obligados a vivir con miedo, tuvieron que cambiar comportamientos, modular sus palabras y silenciar sus voces. Esa época no solo mató individuos, sino que destrozó el alma de toda una generación en el país que dio origen a la palabra misma.
Un diálogo y reflexiones especiales las dedico a la muerte. A la Señora Muerte, como la llamo. Tabú: silenciada, maltratada y desterrada. Aparece en muchos capítulos del libro. La respeto, la desafío y la acepto: un convidado de piedra del que no se habla por el miedo que inspira. Y, sin embargo, camina cada día de la mano con la vida. La certeza de la muerte condiciona cada acto de nuestro vivir, nos hace tomar conciencia de nuestra finitud y nos impulsa a buscar los muchos sentidos de la vida. Sin ella, nuestra vida sería una barca a la deriva, incierta y borrosa.
—Recuerda que morirás.
—Sí, sí, ahora mismo lo apunto.
La broma irónica del gran Troisi es un abrazo a nuestra impotencia. Nos catapultaron al mundo sin informarnos de sus leyes, sin dejarnos elegir el lugar, la familia, la clase social. Y encima tenemos que morir, contra toda voluntad. No decidimos el día, la hora, ni si hará sol, estará nublado o lloverá. Y luego hablamos del derecho a réplica. ¡Qué democracia!… Pobre la vida: atrapada entre dos extremos, nacimiento y muerte, que desde hace siglos se hacen preguntas sin que nadie les responda.
La muerte en la novela es hilo narrativo y personaje. Mi protagonista, Nino, comenzó a conocerla en su infancia con serenidad. A medida que crece, la conoce cada vez más con tranquila conciencia. ¡Pero tranquilos! Quise arrancarle el manto negro, todo sin dramatismo. Con la naturalidad de un suspiro. Hablando tanto de ella, en realidad quise ofrecer un himno a la vida. A la Preciosa Vida. Se los aseguro.
Mario Celestino